Hay dos formas de viajar al Amazonas. Dos viajes diferentes que te hacen percibirla de una u otra manera más o menos especial. Os voy a contar mi historia, de cómo una de ellas me fascinó y la otra me enamoró.
El Amazonas, y cualquier selva en general, te hace salir de tu zona de comfort completamente, pero también te hace salir de tus propias capacidades, esas que pensabas que te identificaban como la persona que eres. Cuando viajas allí eres un ser completamente diferente. Es cierto que, para conseguir tal estado de complicidad con aquella abundante naturaleza, debes tener la capacidad de olvidar todo lo turístico y embarcarte en la aventura de la improvisación, dejándote llevar por los lugares, las personas y la magia que en aquel lugar se percibe. Estar donde te sientas bien. Comer lo que realmente te plazca. Vestirte sin importar como te miren los demás. De hecho, no te miran. Allí todos somos iguales.
La primera vez que viajé al Amazonas en el año 2015, mis ansias por descubrir aquella tierra en la que se inspiran tantos libros, tantas películas, aquella tierra sagrada para tantas personas y peligrosa para muchos otros, hicieron que no la descubriera como realmente es, sino como me la vendían. Sí, claro que lo disfruté. Pero no me enamoré. No fui capaz de escuchar más allá de lo que veía. No fui capaz de conectar con el paisaje. Simplemente me llené de colores y sonidos que después de un tiempo olvidé.
La segunda vez que regresé fue como un regalo. Algo que no esperaba ni tenía en mis planes pero que, de alguna forma, estaba destinada a vivir para descubrir lo que en aquel entonces desaproveché. El Amazonas me estaba dando una segunda oportunidad. Le dediqué mucho más tiempo a estar parada frente a un riachuelo o un árbol lleno de vida, frente a la gente pescando en el río o vendiendo frutas recién cogidas de las magníficas palmeras. Simplemente, me paré. Quieta. Incluso ver algún insecto del tamaño de mi mano me dejaba alucinada pero nunca tuve terror o asco por ver aquello que en la ciudad habría sido traumático. Estaba conectada. Con el calor, la humedad y el aire que allí se respira.
Puede que los lugares que conocí en esta segunda vez fuesen mucho más auténticos, como el maravilloso pueblito de Puerto Nariño, donde no existe ni un solo cajero automático, la gente anda descalza a todos lugares y solo es posible encontrar wifi en la plaza del ayuntamiento y de madrugada, cuando los funcionarios no lo utilizan. Esos detalles hacían aquel lugar tan atractivo como enigmático. Viajamos hasta allí con la intención de quedarnos dos noches y acabamos seis días en aquel recóndito paraje.
Entonces comprendí que este tipo de viajes hay que hacerlos con alguien que esté igual de conectado que tú. Porque no son los lugares los que atrapan, sino las personas que conoces y los momentos que vives en esos lugares. Es importante disfrutar el presente porque puede que cuando vuelvas nada sea igual. Por eso, aquella primera vez, ansiosa yo por querer contarlo todo en cuanto volviese, no me dejó ver lo que realmente tenía ante mis ojos.
Deja una respuesta